Ante este partenariado, tan habitual, cabe preguntarse si el apoyo a las universidades nace de un compromiso empresarial, guiado por un sentido ético, para adecuar la formación e investigación a la realidad y necesidades del mercado laboral; si responde a una maniobra interesada, ya que las empresas pueden condicionar qué se investiga con los recursos financieros que aportan; o si obedece a una estrategia de marketing, porque al colocar su marca junto a un centro de conocimiento de prestigio se supone que obtendrían una mejor imagen reputacional. Quizás las tres motivaciones concurran.
Los conflictos de intereses son evidentes en el caso de cátedras como la Cátedra de Inclusión Social de la Fundación Endesa, pues Endesa ha cortado suministros de luz por impago de facturas y resulta difícil no atribuirle una parte de responsabilidad en la generación de la pobreza energética. A pesar del esfuerzo de estas y otras compañías en contrarrestar el impacto indeseable de sus actividades, cabe reclamarles mucho más que una Cátedra Universidad-Empresa: un nuevo contrato social.
El propósito de las empresas del siglo XXI no puede limitarse casi exclusivamente a aumentar los beneficios para complacer a los accionistas, sino que voces internacionales como la de la BRT (Business Roundtable) alientan a una redefinición y diversificación del valor que producen las compañías, que ahora también deben procurar la protección del medio ambiente, la diversidad, ser inclusivas y favorecer la dignidad y el respeto, así como ampliar los actores sociales a los que satisfacer: los propios empleados, los clientes, los proveedores y la comunidad, además de a los accionistas.
En este nuevo paradigma, ya no habría hueco para la comunicación vacua de contenido o para intentos vanos de maquillar la imagen reputacional. Las cortinas de humo no sirven. Se impone la comunicación de los hechos: “Más hacer y menos decir”.